26.3.22

Contra las identidades


En los últimos años parece que hemos perdido de vista que las personas tenemos personalidad, no identidad. Somos todos hijos de nuestra madre y nuestro padre, con nuestros sueños, miedos y deseos. Nos movemos en una amplia gama de grises, cada uno con su tonalidad propia; somos más o menos creativos o aburridos, más o menos confiables o mezquinos, más o menos familiares o solitarios... Tenemos una idiosincrasia que nos define y singulariza, que nos hace irremplazables. No hay un individuo igual a otro. De hecho, si ya es difícil hablar de caracteres homogéneos entre dos personas, resulta imposible hacerlo con respecto a multitudes.
 
La identidad, en cambio, es algo abstracto que tenemos como especie, pero no individualmente, y siempre está en relación dialéctica con otras especies u objetos. Somos humanos porque no somos ni elefantes ni sillas. Incluso aceptando el uso judicial del término, la identidad es un número que la burocracia estampa en nuestro pasaporte, pero que obviamente no nos define; en ningún caso somos solo una serie numérica.


El Estado está obligado a amparar el libre desarrollo de nuestra personalidad. Se podría decir que esta es su primera y más importante función: conseguir que la persona tenga libertad para dar lo mejor de sí misma dentro de un marco social y ético razonablemente articulado. Debe proteger, ante todo, la libertad y la seguridad individual para que cada quien pueda llegar a ser quien realmente es.
 
Como dice la Constitución de los Estados Unidos, hay que garantizar la libertad para buscar la felicidad, aunque nadie puede prometernos que la encontremos. El Estado debe asegurarse de que, si quiero ser cómico, zapatero o teósofo, pueda hacerlo sin dificultades innecesarias, pero obviamente no puede obligar a nadie a reírse de mis chistes, comprarme los zapatos o aplaudir mis delirios espirituales. Tengo derecho a intentarlo libremente, pero no a exigir responsabilidades si no lo consigo. Ni el Estado es una entidad omnipotente, ni la sociedad en la que me desenvuelvo está obligada a secundarme por imposición.
 
La personalidad es, pues, la manera en que nuestra individualidad se relaciona con nuestros coetáneos dentro de un ordenamiento determinado. Para regular esta relación, hay pequeños sacrificios que debemos hacer, y el más evidente es pagar impuestos. Cedemos parte de nuestro dinero al Estado para que nuestra personalidad pueda desenvolverse libremente, sin agresiones injustificadas. Este trato es una contrapartida aceptable y basada en el sentido común.
 
Si nuestras expectativas son razonables y nuestros comportamientos moralmente considerados, si el contexto resulta favorable y la convivencia social es medianamente sana, es difícil no salir adelante con mayor o menor fortuna y no encontrar cierto acomodo entre nuestros conciudadanos.
 
Cabe subrayar que el contrato social funciona bastante bien. Somos millones de personas habitando, a veces, en unos pocos kilómetros cuadrados, y aun así conseguimos conllevarnos sin grandes violencias personales.
 
Irrumpen las “identidades colectivas"
Cioran dice en Historia y utopía que tanto la Edad de Oro propuesta por Hesíodo como el Edén bíblico definen “un mundo estático en el que la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, tiempo común a todas las visiones paradisíacas, tiempo forjado por oposición a la idea misma del tiempo”. Pareciera que estuviera hablando de cierto anhelo político de la izquierda: una identidad mirándose el ombligo, relatando sempiternamente sus desdichas; un horizonte de amor en el que no hay conflicto porque ya solo existe un gran todo de diversidad homogénea; un cosmos sin tiempo, ya que el tiempo siempre juega en contra del adanismo.

En las últimas décadas han surgido movimientos políticos que supeditan la personalidad individual a la “identidad colectiva” (término que tiene algo de oxímoron, por cierto). Ya no somos personas singulares, sino sujetos adscritos a grupos enfrentados en una foucaultiana lucha por el poder. Se concibe la sociedad como una perpetua contienda civil. Ya no hay concordia entre personas, sino guerra entre colectivos.
 
Guerra y victimismo, sobre todo mucho victimismo en las identidades colectivas: un victimismo perpetuo y ofendido. La identidad colectiva es una herida sedienta de excusas para sangrar.
 
La mayoría de estas nuevas identidades colectivas están basadas en “hechos reales”, por decirlo cinematográficamente, pero no siempre. Si no existe una identidad colectiva en la que podamos ser fácilmente etiquetados, da igual; el carácter ficcional de la misma hace muy fácil inventarse una. Gender-bender, transhumanista o nacionalista segoviano... cualquier relato vale, siempre que tenga cierto respaldo económico y propagandístico.
 
Las identidades colectivas son narraciones de poder en las que una minoría se otorga la representatividad de todos sus adscritos, ya sea con o sin su consentimiento. Desde ahí negocian con un Estado al que a veces dicen combatir, pero sin el cual no existiría tal identidad. Las personalidades son propias de los seres humanos, son naturales y merecen la protección del Estado, son previas a él. Las identidades colectivas empero son parasitarias del Estado y solo pueden entenderse dentro de él; son construcciones artificiales hechas desde el poder estatal.
 
Cuando docenas de feministas afirman ser la voz de millones de mujeres, cuando un universitario de color, nacionalizado y burgués, habla por todos los inmigrantes sin papeles, o cuando habitantes de urbanizaciones de lujo levantan la bandera de los pauperizados, lo que hacen es privilegiar su propia posición de poder. Buscan convertirse en poderes intermedios entre la persona y el Estado. Devienen, así, en una nueva aristocracia que debe ser mantenida con el diezmo de los ciudadanos.
 
Paradójicamente, estas identidades colectivas, que juran ser categorías ontológicas preestatales, no existirían sin subvenciones estatales. Se necesita mucho dinero y muchos medios modernos de propaganda para construir una identidad colectiva milenaria.
 
Esta nueva oleada de recursos estatales desviados a la manutención de las identidades colectivas es un fenómeno reciente. Nos preguntamos por qué. No vemos claro por qué deberíamos financiar a los nacionalistas segovianos para que reescriban su historia a placer si somos de Toledo. Nos desorienta que, si en el día a día entre los sexos solo vemos cooperación y afecto mutuo, debamos pagar el sueldo de quienes insisten en que solo buscamos el sometimiento del otro. No entendemos por qué, si nuestros amigos de otras latitudes nos quieren tanto como nosotros a ellos, debemos escuchar constantemente a quienes pontifican que un odio visceral recíproco anida entre los diversos.
 
Quizá habría que empezar a defender que las identidades colectivas resultan muy costosas para el bolsillo del contribuyente y que este no tiene motivos para hacer tal sacrificio. Las nuevas aristocracias quieren ser poderes intermedios, pero también quieren vivir en palacios y que les financiemos sus fastos. Pues va a ser que no.
 
Las identidades colectivas deberían quedar al margen de los presupuestos gubernamentales. Que las financien sus acólitos. No son prioritarias ni esenciales; el Estado no les debe nada. Los ciudadanos no les debemos nada.

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