En los últimos años parece que hemos
perdido de vista que las personas tenemos personalidad, no identidad. Somos
todos hijos de nuestra madre y nuestro padre, con nuestros sueños, miedos y
deseos. Nos movemos en una amplia gama de grises, cada uno con su tonalidad
propia; somos más o menos creativos o aburridos, más o menos confiables o
mezquinos, más o menos familiares o solitarios... Tenemos una idiosincrasia que
nos define y singulariza, que nos hace irremplazables. No hay un individuo
igual a otro. De hecho, si ya es difícil hablar de caracteres homogéneos entre
dos personas, resulta imposible hacerlo con respecto a multitudes.
La identidad, en cambio, es algo
abstracto que tenemos como especie, pero no individualmente, y siempre está en
relación dialéctica con otras especies u objetos. Somos humanos porque no somos
ni elefantes ni sillas. Incluso aceptando el uso judicial del término, la
identidad es un número que la burocracia estampa en nuestro pasaporte, pero que
obviamente no nos define; en ningún caso somos solo una serie numérica.
El Estado está obligado a amparar el
libre desarrollo de nuestra personalidad. Se podría decir que esta es su
primera y más importante función: conseguir que la persona tenga libertad para
dar lo mejor de sí misma dentro de un marco social y ético razonablemente
articulado. Debe proteger, ante todo, la libertad y la seguridad individual
para que cada quien pueda llegar a ser quien realmente es.
Como dice la Constitución de los
Estados Unidos, hay que garantizar la libertad para buscar la felicidad, aunque
nadie puede prometernos que la encontremos. El Estado debe asegurarse de que,
si quiero ser cómico, zapatero o teósofo, pueda hacerlo sin dificultades
innecesarias, pero obviamente no puede obligar a nadie a reírse de mis chistes,
comprarme los zapatos o aplaudir mis delirios espirituales. Tengo derecho a
intentarlo libremente, pero no a exigir responsabilidades si no lo consigo. Ni
el Estado es una entidad omnipotente, ni la sociedad en la que me desenvuelvo
está obligada a secundarme por imposición.
La personalidad es, pues, la manera en
que nuestra individualidad se relaciona con nuestros coetáneos dentro de un
ordenamiento determinado. Para regular esta relación, hay pequeños sacrificios
que debemos hacer, y el más evidente es pagar impuestos. Cedemos parte de
nuestro dinero al Estado para que nuestra personalidad pueda desenvolverse
libremente, sin agresiones injustificadas. Este trato es una contrapartida
aceptable y basada en el sentido común.
Si nuestras expectativas son
razonables y nuestros comportamientos moralmente considerados, si el contexto
resulta favorable y la convivencia social es medianamente sana, es difícil no
salir adelante con mayor o menor fortuna y no encontrar cierto acomodo entre
nuestros conciudadanos.
Cabe subrayar que el contrato social
funciona bastante bien. Somos millones de personas habitando, a veces, en unos
pocos kilómetros cuadrados, y aun así conseguimos conllevarnos sin grandes
violencias personales.
Irrumpen las “identidades colectivas"
Cioran dice en Historia y utopía que tanto la Edad de Oro propuesta por Hesíodo como el Edén bíblico definen “un mundo estático en el que la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, tiempo común a todas las visiones paradisíacas, tiempo forjado por oposición a la idea misma del tiempo”. Pareciera que estuviera hablando de cierto anhelo político de la izquierda: una identidad mirándose el ombligo, relatando sempiternamente sus desdichas; un horizonte de amor en el que no hay conflicto porque ya solo existe un gran todo de diversidad homogénea; un cosmos sin tiempo, ya que el tiempo siempre juega en contra del adanismo.
En las últimas décadas
han surgido movimientos políticos que supeditan la personalidad individual a la
“identidad colectiva” (término que tiene algo de oxímoron, por cierto). Ya no
somos personas singulares, sino sujetos adscritos a grupos enfrentados en una
foucaultiana lucha por el poder. Se concibe la sociedad como una perpetua
contienda civil. Ya no hay concordia entre personas, sino guerra entre
colectivos.
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