Mientras la autoridad inspira un temor respetuoso, la confusión y lo absurdo potencian las tendencias conservadoras de la sociedad. En primer lugar, porque el pensamiento claro y lógico conlleva un incremento del conocimiento (la evolución de las ciencias naturales constituye el mejor ejemplo) y, tarde o temprano, el avance del saber acaba por minar el orden tradicional. La confusión de ideas, en cambio, no lleva a ninguna parte y puede mantenerse indefinidamente sin causar el menor impacto en el mundo.
Stanislaw Andreski
Que el lenguaje es mera convención ya lo sabían los primeros budistas, y es una evidencia que no se le escapa ni a un hincha deportivo. Por supuesto que un lápiz se llama “lápiz” por consenso, y ese consenso, al ser subjetivo, es sospechoso. Pero decir que el lenguaje carece de legitimidad por ello es una insensatez que se le ocurrió a Nietzsche y que han repetido hasta el hartazgo nuestros posmodernos (que, paradójicamente, dejan estas elucubraciones por escrito).
Hoy en día, cualquier argumentación queda invalidada por estos apasionados de la deconstrucción, que niegan la mayor: niegan que podamos siquiera enunciar una frase sin eructar dos mil años de prejuicios euro-falocéntricos. De lo que no se puede hablar, es mejor callarse. Es decir, baja la cabeza y asiente, porque no tienes derecho a réplica.
La posmodernidad es la Reacción de siempre, pero mejor elaborada, más sutil y seductora. Ha destruido la base de cualquier edificio ideológico liberador. No hay paso adelante. Para ellos, el hombre es un invento, la Razón una manía burguesa y la Ilustración el origen de todo el horror. Por ello, hay que enterrar el vergel posmoderno si queremos volver a avanzar.
Recordemos que sus más entusiastas cultivadores son nuestros amigos los pensantes franceses. Con sus pedanterías, sus complejidades y sus banalidades. Deleuze, Derrida, Lacan, Feyerabend y demás Santa Familia siguieron los postulados de Bergson. Y, tal vez conscientes de su debilidad, decidieron oscurecerlos para ver si así no veíamos sus fallas. Nos dieron textos crípticos, científicamente insostenibles y políticamente deleznables. Pero funcionó. Académicos de todo el mundo se deslumbraron ante ellos y los adoptaron como el espíritu de nuestro tiempo.
Como pequeña toma de contacto contra toda esta nueva escolástica, es muy recomendable Imposturas intelectuales, de los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont. Desmenuzan textos de respetados filósofos del siglo XX desde un punto de vista científico, demostrando las incoherencias y errores de las supuestas bases epistemológicas de las que la French Theory se jacta. Los autores aclaran que se limitan estrictamente a señalar las fallas en las argumentaciones científicas, y que eso no supone que el resto de las obras estudiadas no puedan tener su interés. Pero ya es muy difícil creerles a los popes desmenuzados. Produce sonrojo ver a Lacan confundiendo términos matemáticos simples o a Deleuze exponiendo teorías físicas insostenibles. A partir de entonces, va a ser muy difícil interesarse en el resto de sus obras.
Seguramente nadie habrá prestado atención a este libro en las facultades de Filosofía. Allí seguirán subvencionando a lectores (in)útiles de Derrida o expertos en la velocidad de Virilio. Imposturas intelectuales es, sin embargo, un libro imprescindible para quitarse cierto complejo de inferioridad ante los supuestos “intelectuales” que esgrimen toda esta jerigonza ininteligible para justificar sus privilegios. El uso groseramente errado del lenguaje científico en las humanidades no es inocente. Se hace para encriptar los discursos, creando una casta de interlocutores avezados en ese idioma, que acaban siendo una suerte de intérpretes celestiales. Y mientras tanto, el auténtico pensamiento —el que tiene que ver con la verdad y el avance de la humanidad— seguirá gestándose en la calle, en la prensa, en Internet, entre activistas y lejos de las universidades. Lo cual no está mal. Hay muchas cosas que se hacen fuera de las academias. Solo que, a veces, se nos olvida.
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