Julien Freund
(1921-1993) fue un filósofo político francés a quien los dioses de la fortuna
no han mirado con buen ojo. Publicó mucho, pero no ha tenido gran difusión, ni
en su país ni en el nuestro, donde se ha traducido algún libro suyo sin gran
resonancia. En España es únicamente conocido, aparentemente, porque hay dos
profesores de cierto prestigio que le reivindican con furor: Jerónimo Molina y
J.C. Valderrama. La explicación de su ostracismo tiene que ver en gran parte,
seguramente, con que no es políticamente correcto, pero también con que se
retiró de la vida académica demasiado pronto y no dejó discípulos.
Su obra principal es La esencia de lo político, que fue su tesis doctoral, de más de ochocientas páginas en letra pequeña, y que se digiere despacio porque cada párrafo rezuma nutriente intelectual. En parte es una exposición y sistematización del pensamiento político de Max Weber, Carl Schmitt y Raymond Aron. Es una obra genial que esperamos poder terminar algún día, pero de momento ya nos vemos legitimados para asegurar que Freund se merecería tributar entre los grandes filósofos políticos del siglo XX solo por este libro.
Quien
no tenga estómago para La esencia de lo político,
o no quiera renunciar a los aperitivos, tiene en las librerías La
aventura de lo político, un libro-entrevista en el que un
sacerdote muy leído llamado Charles Blanchet repasa con Freund su vida y obra.
Es un texto muy recomendable como introducción al corpus freundiano. Aquí se
repasan las obras principales del autor: la ya mencionada tesis doctoral, su
tratado de polemología La sociología del conflicto
(que circula en PDF en español), su manual La sociología de Max Weber
(también en PDF), y sus libros nunca traducidos La décadence
y Philosophie
philosophique.
Las
partes autobiográficas de La aventura de lo político
son especialmente sugestivas. Hay un momento decisivo en su vida que Freund
recuerda con especial amargura: durante la II Guerra Mundial se incorporó a la
Resistencia Francesa, es decir, de verdad, pegando tiros, no cómodamente desde
una cafetería de París especialmente pulcra. El grupo de partisanos al que
pertenecía tenía un líder ennoviado con una maestra de un pueblo cercano;
cuando ésta quiso terminar la relación, el líder despechado la acusó de
colaboracionista. La arrestaron, la juzgaron por “un tribunal del pueblo”, es
decir, sin ninguna garantía, la declararon culpable, la violaron en un pajar y
luego la fusilaron.
Que
quienes tributaban en “el lado bueno de la historia” hubieran hecho algo tan
atroz le causó una fuerte impresión. Su optimismo antropológico juvenil no
sobrevivió a la contienda y se convirtió en paradigma de pensador conservador,
es decir, escéptico con la ensoñación de que el bicho humano progresa
adecuadamente hacia la erradicación de sus maldades y violencias, y de que el
mundo feliz está a la vuelta de la esquina si votamos con fe ciega a los
políticos que nos prometen mucho progreso y un horizonte de mermelada.
La
teoría política de Freund parte de un principio: “En política hay que
contemplar siempre lo peor para impedir que suceda” (pág. 155). Es un poco “la
imaginación del desastre” de la que habla Jerónimo Molina para resumir la obra
del francés en una frase, y que también podría atribuirse a todos los teóricos
de lo que se ha venido a llamar “realismo político” en el siglo XX (Jouvenel,
Aron, Sartori…).
Freund habla también en La aventura de lo político de la distinción que Max Weber hace entre la ética de la convicción (o de la virtud) y la ética de la responsabilidad. La primera es muy bonita, óptima para darse muchas palmaditas en la espalda y sentirse estupendamente con uno mismo. Consiste básicamente en desentenderse de las consecuencias del propio obrar siempre que se haga en nombre de la virtud y de la más elevada convicción moral. O sea, asumir como un dogma la falacia de que del Bien solo pueden venir cosas buenas. Es, obviamente, una ética de matriz religiosa, por mucho que se haya desacralizado, ya que en el fondo nos remite a que una persona debe obrar según las exigencias evangélicas, y lo que suceda después depende de Dios, no de uno mismo, que ha cumplido con su obligación de ser virtuoso.
La
otra ética, la de la responsabilidad, es más propia de adultos. Aquí lo
decisivo no es solo la intención, sino también las consecuencias previsibles de
la acción. Quien se mueve bajo estos principios asume que será considerado
responsable de los efectos de sus decisiones, incluso si eran indeseados.
Consiste, en suma, en ponderar medios y fines, costos y beneficios,
reconociendo que a veces es necesario usar medios “duros” para evitar males
mayores.
Huelga
decir que el realismo político que representa Freund pasa por acatar el
imperativo de la responsabilidad.
En
nuestra opinión, que las decisiones políticas respondan a una u otra ética es
más significativo para establecer categorías que las dicotomías
izquierda/derecha, soberanismo/globalismo o libre mercado/estatismo, por citar
algunas de las que están más en boga. Que un accionar político se haga pensando
únicamente en ideales virtuosos o, por el contrario, se guíe por la previsión
de las consecuencias, aclara bastante más sobre el contenido de la decisión tomada.
Un ejemplo que se nos ocurre: es muy propio de los progresistas criticar la cultura de las armas en
Estados Unidos. Nos explican que estas son malas, que matan gente y que habría
que sacarlas de las calles. Muy bien, muy bonito; se sienten ungidos moralmente
por decirlo. Pero si, guiados por ese ideal, prohibieran o limitaran su venta,
con la demanda intacta, surgiría un mercado negro. Si el americano del Medio
Oeste ve que las armas que quiere, y a las que cree tener derecho, no se pueden
adquirir legalmente, las buscará ilegalmente. Vuelta a las mafias y al tráfico de
armas. O peor: si, cegados por la convicción, dan un paso más y lanzan al FBI a
requisar armas en granjas perdidas, provocarían una insurrección. ¿Cuántos
funerales de agentes federales harían falta para dejar de sentirse virtuoso y
empezar a aceptar responsabilidades por una decisión tan mal pensada?
Y así con todo. Sobre economía se
pueden tomar decisiones por convicción ideológica o se puede analizar
responsablemente y sin apriorismos si en un momento concreto es mejor Keynes o
Hayek. O con el tema del multiculturalismo, que queda muy bien manifestarse a
favor porque a todos nos gustan los kebabs, ¿cómo lidiar luego con los
inevitables choques culturales que necesariamente se producen? ¿cómo explicarle
a una chica que, por mucho calor que haga, en determinadas calles ya no puede
ir con vestidos de tirantes? O el calentamiento global, hay que estar en contra
y dejarlo muy claro en redes sociales, pero ¿qué hacemos con el panadero de
Sevilla la Nueva que ahora no puede entrar con la furgo en Madrid a vender su mercancía,
mientras que China produce el 90 % de su energía con la quema de carbón? ¿No es
absurdo destruirle inútilmente el sostén al panadero solo por sentir que
estamos haciendo algo bueno?
En definitiva, Julien Freund nos
obliga a abandonar la comodidad de los buenos sentimientos y a pensar
políticamente con seriedad. Su insistencia en la responsabilidad, en la
previsión de lo peor y en la aceptación de los límites de la condición humana es
un antídoto contra la ingenuidad moral y las promesas fáciles. Tal vez por eso
incomoda, tal vez por eso se le ha querido olvidar. Pero precisamente ahí
reside su actualidad: en recordarnos que la política no se juega en el terreno
de la virtud, sino en el de las consecuencias.

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