La falacia hobbesiana del hombre como lobo para el hombre no es más
que la argumentación del Poder para que le dejemos ser Poder. Somos
malos y destructivos, nos dice, y sin calabozos y diezmos nos
devoraríamos los unos a los otros. Basta ver las guerras: ¡qué malo es
el ser humano!¡en cuanto le dejas ametralla prisioneros!¡empala
niños!¡hacen falta más restricciones o esto es el apocalipsis!¡Bendito
sea el Poder!
La lectura de Sobre el combate conmueve. Y
lo hace precisamente por las simpatías que despierta el supuesto mal que
denuncia. Es un libro escrito por un teniente coronel en la reserva del
ejército estadounidense, Dave Grossman, y es un análisis de todas las
deficiencias que el soldado tiene a la hora de matar. El autor,
especialista y asesor sobre el tema, plantea lo que hay que hacer para
aumentar la eficacia asesina de los ejércitos y las contrapartidas que
esto tiene. En la introducción dice que su libro es manual en West Point
y que es la lectura de cabecera de los generales destacados en Iraq y
Afganistán.
Toda la primera parte es un recorrido histórico en el
que demuestra que matar a los semejantes no está en la naturaleza
humana; un soldado no es más que un tipo cualquiera al que le han puesto
un uniforme y le han dicho "a por ellos". Para conseguir que mate hay
que emplear adoctrinamientos y sanciones apabullantes. La inmensa
mayoría de los soldados se pasan las guerras intentando no lastimar a
nadie. El hombre uniformado no ha perdido su moralidad y tiene las
reticencias que tendríamos nosotros: "¿por qué matar a alguien que no me
ha hecho nada?". Desde tiempos de Napoleón hasta nuestros días, nos dice el autor, sólo el
2% de la población, los llamados psicópatas, disfrutan reventando
cabezas, el 98% restante tiene que ser ferozmente empujado a hacerlo.
El
condicionamiento moderno empezó a raíz de un informe llamado Hombres
contra el fuego del General S.L.A. Marshall, donde viene a decir que el
soldado americano de infantería fue incompetente en la II Guerra
Mundial. Sólo entre el 15% y el 20% estaban dispuestos a disparar contra
los alemanes. Pudieron vencer porque tenían superioridad material, pero
sus soldados no demostraron agresividad. Las divisiones eran demasiado
grandes y con pocos oficiales, por lo que era fácil escaquearse. Las
bayonetas -que ya ni se ponen en los fusiles por ser un gasto económico
absurdo- casi nunca se utilizaban por escrúpulos, no falta de
oportunidades. Grossman insiste en que el cine nos ha dado una imagen
falsa de esta guerra. Ni de lejos todos los soldados aliados eran
intrépidos; ni todos los alemanes perros rabiosos, de
hecho las estadísticas de ineficiencia eran similares entre las
potencias del Eje.
Por ello los militares transformaron los
ejércitos. En Corea se incrementó el en control sobre el soldado, mucho
más fácil ahora con las mejoras tecnológicas. La propaganda deshumanizó
mucho mejor al enemigo. La historia de la guerra es la historia de las
mejoras para condicionar al hombre y que supere su resistencia innata a
matar a sus hermanos, dice Grossman. En Corea hasta el 50% de los
soldados llegaron al campo de batalla dispuestos a disparar.
Y luego llegó Vietnam.
Jóvenes melenudos forzados a ser asesinos. Toda la maquinaria
pauloviana al servicio de transformar en bestias a jóvenes pacíficos.
Los oficiales, la propaganda y el planteamiento mismo de la batalla -conseguir "distancia emocional", que el soldado no vea las caras de los
que va matar, bombardeos, evitar el cuerpo a cuerpo, gases...- se
orientaban principalmente en evitar situaciones delicadas. Al principio
funcionó, fue todo un éxito, y hasta el 90% de los soldados llegaban a
la jungla predispuestos a disparar. Y lo hicieron. Era el punto álgido
del condicionamiento, pero también la última guerra en la que se
utilizaron levas. Porque se originó un problema que nadie esperaba y que
centra la segunda parte del libro: los daños psicológicos que causa
obligar a un hombre a matar a otros. Vietnam ha sido la guerra que más
traumas ha causado precisamente porque fue la primera en que todos los
soldados mataron. Una vez pasaba el éxtasis bélico, volvían a casa con
sus conciencias destrozadas. Fue una llamada de atención. Al ciudadano
de a pie puedes convertirlo en un asesino dedicando impagables
esfuerzos, pero una vez pase el condicionamiento, se dará cuenta de lo
que ha hecho. Y se desestabiliza. Por ello a partir de entonces los
ejércitos tuvieron que ser exclusivamente profesionales.
En las
guerras actuales, sin embargo, tampoco se está mejorando mucho. En Iraq y
Afganistán hay desplegados docenas de miles de soldados. Una cifra
absurda para combatir enemigos en clara inferioridad, pero es la única
manera de garantizar la victoria. Los soldados siguen ingeniándoselas
para no disparar a nadie. Sobre el combate, en definitiva,
resulta un libro de esos que desenmascaran las narraciones del Poder.
Interesante y de fácil lectura, cuando lo terminamos salimos a la calle y
vemos a nuestros vecinos un poco menos enemigos; más humanos, sin
siluetas lobeznas.
Coda
Aquí la inquina
ibérica se supone que arreció en la Guerra Civil. Que si guerra entre
hermanos, que si barbaridades generalizadas en ambos lados. En el
maravilloso Desertores de Pedro Corral se niega toda la visión
que nos imponen de la contienda. La inmensa mayoría de los españoles no
cometieron crímenes. Es más, evitaron combatir. No creían en la guerra y
más de tres millones de varones en edad militar se las apañaron para no
alistarse -frente a los dos millones en total que sí fueron obligados a
hacerlo. No hay un mal intrínseco en los españoles. Esa es la excusa
del Poder que fue quien provocó el enfrentamiento. Aquí los pocos
dispuestos a acuchillar a su vecino lo están tras haber sido
emponzoñados por los políticos, pero la mayoría son gente de paz.
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