El postcolonialismo es una rama actual de las ciencias sociales que intenta cartografiar los hábitos y creencias que persisten en los países colonizados una vez que las potencias colonizadoras se han retirado. Comenzó en la India, impulsada por pensadores locales con formación occidental, y luego se expandió a América Latina a través de los académicos hispanos en universidades norteamericanas. A pesar de sus fallos, como la jerigonza técnica y los enfrentamientos entre distintas escuelas académicas, el postcolonialismo aporta ideas interesantísimas que resultan esenciales para entender y pensar globalmente nuestro mundo.
Para comprender algunos de los conceptos clave en la crítica postcolonial, es necesario retroceder a la obra de Antonio Gramsci (1891-1937). Como se sabe, este filósofo italiano trató de adaptar el marxismo a la realidad de su tiempo. En una Italia con pocos obreros industriales y aún menos con conciencia de clase, la revolución predicha por Marx parecía imposible. Gramsci propuso que la lucha debía comenzar por conquistar la hegemonía, a través de formas no violentas de adoctrinamiento como la educación y los medios de comunicación, e incorporar a los subalternos (campesinos y aquellos explotados que no eran necesariamente obreros).
Adaptando estos conceptos al postcolonialismo, la hegemonía sería la modernidad eurocéntrica, con sus saberes y lenguajes, y los subalternos serían todos los habitantes de las periferias globales, aquellos que no participan de la hegemonía: mujeres pobres, campesinos, habitantes de ciudades miserables, entre otros. Y aquí surge una cuestión compleja: si la hegemonía está constituida, entre otras cosas, por el lenguaje y su uso y circulación, y los subalternos están excluidos de este lenguaje, ¿cómo pueden expresar su disconformidad o denunciar su sometimiento? O, como plantea Gayatri Spivak en su célebre libro: ¿Puede hablar el subalterno?
Spivak ofrece el ejemplo de Bhuvaneswari Bhaduri, una joven india de 16 años que se suicidó. Para evitar rumores sobre un posible embarazo como causa de su decisión, esperó a menstruar y luego se ahorcó desnuda. Los motivos de su acto pudieron haber sido la presión familiar para casarse o su vinculación a un grupo nacionalista que la coartaba. Su historia es (y sigue siendo) la de millones de subalternos que jamás escribirán un informe patrocinado por la Unesco, aparecerán en televisión o contarán sus traumas en una canción pop. Bhuvaneswari no podía hablar, o al menos no podía hacerlo en el lenguaje de la hegemonía; pero bien pensado, ¡vaya si habló! La diferencia es que lo hizo fuera de los códigos hegemónicos.
El fatalismo de la teoría postcolonial radica en que, cuando el subalterno habla en su propio lenguaje, los que pertenecemos a la hegemonía (una lengua universal, blogs de Google, referencias culturales occidentales…) no somos capaces de escuchar. Esto, al final, viene a significar lo mismo que si el subalterno no pudiera hablar en absoluto.
Este dilema se relaciona con una polémica reciente sobre la novela El padre de Blancanieves de Belén Gopegui, reabierta ahora con motivo de su anunciada adaptación al cine. No he leído el libro, pero en los foros de discusión se le reprocha que trata la situación de los inmigrantes desde el punto de vista de la clase media española, no desde el de los propios inmigrantes, en este caso, los indígenas latinoamericanos. Se argumenta que un libro así no puede ser tomado en serio políticamente porque está narrado por una europea, cuando, para ser auténtico, debería haber sido escrito por un trabajador pauperizado como el que aparece en la historia.
Sin embargo, Belén Gopegui es honesta al no pretender narrar la experiencia de un inmigrante, algo que también evitan los teóricos postcoloniales, que no quieren considerarse voceros de nadie. Es importante señalar que es prácticamente imposible que un indígena parcial o totalmente "analfabeto", ejemplo claro de subalterno, escriba una novela en perfecto español, dominando las técnicas y lenguajes narrativos, y logre publicarla en una gran editorial.
Un subalterno no protestará como lo haría un intelectual universitario europeo. No usará argumentos marxistas ni estrategias agitprop; ese no es su idioma. En cambio, podría escupir en la sopa que cocina para el patrón, propagar rumores difamatorios o robar en la despensa; en situaciones extremas, podría tomar un arma y luchar. Pero jamás testimoniará su rebeldía en novelas que ganan premios y se venden en librerías comerciales. Y si lo hiciera, si tuviera el dominio de estos códigos como Gopegui, dejaría de ser un subalterno, porque estaría insertado en la hegemonía, occidentalizado.
Que haya todavía lectores españoles que se indignen porque esperan escuchar las auténticas “voces bajas de la historia” (como las define Ranajit Guha) en libros accesibles es alarmante. Esto indica que muchos no se han dado cuenta de nada y no pueden ver más allá de su propia visión de lo que debería ser la "voz auténtica" del subalterno.
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